domingo, 11 de abril de 2010

Lo que llevo en la memoria

Este año en especial he visto cierta caracterización en el pensamiento de la sociedad que transcurre cercana a mi cotidiano. Y es que todos vamos meditabundos, con una oleada de cierto conformismo, preguntándonos sobre la existencia misma. Todo este enigma sigue figurando como la causa inicial de las constantes interrogantes vitales y de nuestros íntimos esfuerzos por responderlas.

¿Cuál es el verdadero sentido de la existencia? Tengo un cúmulo indefinido de preguntas sin respuesta, pero he de confesar que ésta ha sido capaz de arrebatarme el sueño.

Desde los primeros años de mi infancia he andado por allí rondando e ideando formas maravillosas de rescatar el mundo. Primero se me ocurrió ser veterinaria, recargué allí la importancia real de vida en este planeta, pronto mi padre me advirtió que no era un trabajo para mujeres -no lo tomes como un tirano, era únicamente su percepción del mundo, un mundo explicado por otros-.

Poco después decidí que mi vocación fuera la medicina. Al inicio –de niña- asumí la vocación en un acto hedonista, que la gente necesitara de mí me daba un toque de poder social que, incluso, a mis escasos años podía percibir. Sobre todo en la sonrisa de mi padre cada vez que hacía oficial la noticia ante sus colegas invitados al afamado almuerzo de mi madre “el quita-gomas”, celebrado como un acto ritual en nuestra casa. Los años fueron pasando y mis confusiones acrecentándose de tal forma que el único real sentido estaba inmensamente inmiscuido en las aventuras del Tío Willfreud, al inicio. Luego el sentido lo tuvo el Pepe y su padre “pie de lana”, más adelante las historias de un abogado, los nazarenos, luego apareció Macondo y los Buendía. Y así todo aquello que en mis manos cayera y ante mis ojos develara un sentido mucho más real que el palpado en lo cotidiano.

Al fin le pedí a mi padre me inscribiera en la escuela de enfermería, no quería alejarme mucho de lo que ya tenía propuesto porque, ante la idea, me seguían percibiendo con cierto orgullo los ojos familiares y sociales.

Tenía 15 años cuando descubrí el “amor” en sus diversas formas. Seguramente más adelante vierta todos mis esfuerzos para recordar y narrar estos asuntos.

La experiencia en la enfermería fue demasiado real, o más bien dicho –en mi caso- demasiado irreal. Lo que más pudo impactarme de mis rondas por los pasillos eran los que yacían en esas camas frías, desoladas, con olor a muerte, petrificados en sábanas ajenas, algunos esperando pacientemente a cerrar los ojos y otros dando batalla dispuestos a salir victoriosos. Pero todos tenían algo en común, que era lo que más me inquietaba, todos pudieron haber sido yo.

Cada uno cobró en mí imprescindible importancia, les cuidaba con tratos neonatales y les arropaba con ojos de abuela dulce. Algunos se fueron sin haber conocido el mundo y otros se fueron con una historia escrita bajo el brazo, pero todos, al marcharse, inclinaban la cabeza hacia un lado y desbocaban su mirada en la nada, se quedaban viendo como espectadores maravillados de algo que nadie más podía percibir. Yo me esmeraba en seguirles la mirada y en descubrir el desemboque, pero fue inútil, siempre se fueron antes de tiempo.

¿Cuál es el verdadero sentido de la existencia cuando la muerte siempre llega inoportuna?

1 comentario:

  1. interesantes líneas,yo me he preguntado lo mismo pero he llegado a tener la idea que en encontrar y caminar la vida está la respuesta.
    Sin embargo me asombra algo, yo la verdad nunca he estado cuando alguien a está a punto de morir,creo que porque me aterra o no sé pero me gusta como lo describiste.Aunque últimamente he estado leyendo a un filosofo hindú llamado Osho,que dice que lo más importante no es la muerte si no el Aquí y el ahora, tiene razón.

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